Carlos Barbarito | Paul Valéry


Desnuda Materia Nº 4 
Reflexiones sobre Arte y Literatura 


Hay una fotografía que lo muestra acodado a un balcón, con un fondo evanescente de botes y barcos. Se lo ve ya anciano, lleva puesto un traje negro, un moño y, en su mano derecha, brilla un anillo, seguramente de oro. Jamás vi de Valéry una fotografía de juventud, de aquellos días en los que debió abandonar Séte para estudiar la secundaria en Montpellier y, más tarde, frecuentar la Facultad de Derecho. De aquellos días y noches en los que estrechó las manos de Pierre Louis y André Gide, en los que escribió poemas hasta que (iba a escribir súbitamente pero eso no cuadra con quien jamás decidió cosa alguna sin meditación profunda) decidió renunciar a la poesía.

Valéry desdeñaba lo fácil, lo consideraba indiferente e incluso enemigo. Cartesiano del siglo XX, dudó. Sometió todo a sucesivas tablarrasas. Se guiaba, como su otro yo intelectual, M. Teste, por el mal agudo de la precisión. Desde su renuncia, que algunos califican de provisional y otros, de definitiva, lo que en un principio era obras fue hasta el final ejercicios. Escéptico ante el espectáculo de un arte, una literatura concebidas como fin, vio en el arte, la literatura una suerte de carrera extraña donde es preciso ser uno mismo para los demás. Un sistema concebido para modificar por reacción el ser del autor, erigido, ahora habla Gide, con paciencia, desdén y fe; a lo que, por último, selló con una frase certera, expeditiva: escribo por debilidad.


Cada día, durante la mayor parte de su vida, desde la madrugada, colmó páginas y páginas con aquello que lo ocupaba y preocupaba. No se equivoca Edmée de la Rochefoucauld al llamarlo extraño estudiante. En sus cuadernos, ¿200? ¿300?, aparecen croquis, esquemas, apuntes sobre el sueño y la vigilia, las ciencias. Incluso fue modesto pintor, recurría a acuarelas y óleos para fijar aspectos de su cuarto y el paisaje que se extendía más allá de la ventana.

Antes hablé de renuncia definitiva o provisional de la poesía, ambos calificativos encajan con la persona compleja que fue Valéry. Antes de los veinte, colaboró con revistas, trabó amistad con Mallarmé, escribió raros poemas que alternaba con breves obras en prosa. Pero en el fondo vacilaba. A los veintiuno, en Génova, decidió hacer silencio. Evasión que Guillermo de Torre diferencia de la de Rimbaud, ya que se trata de una huida en el tiempo y no en el espacio. Y, durante un cuarto de siglo, nadie volvió a saber del poeta. Valéry trabajó como funcionario en un ministerio, como secretario de Edouard Lebey, como director de la agencia Havas... A los cuarenta y seis regresó a la poesía pero ya no se trataba de aquel poeta: Había abandonado la partida - confesó- apenas y negligentemente emprendida, como un hombre a quien no deslumbran las esperanzas de esa clase, y que ve, ante todo, la certidumbre de perder su alma - quiero decir, la libertad, la pureza, la singularidad y la universalidad del intelecto. Durante veinticinco años, en su refugio y en oficinas, Valéry replanteó, de un modo radical y singular, el arte, la literatura y la actividad intelectual de cabo a rabo. Al regreso, ya no fue el mismo, y no sólo porque tenía más edad y experiencia, sino porque todo su pensamiento había sufrido una profunda transformación. Hundido en la burocracia como Rimbaud en África, pretendió ser marino, ganar el mar, pero fracasó en las matemáticas - hecho paradójico por la atracción que sentía por las ciencias -. Dura fue la batalla de Gide y Gallimard para que aceptara publicar un libro con sus poemas, para Valéry meros ejercicios, residuos muertos de los actos vitales de un creador.

El libro, fruto de la insistencia ajena y la resignación propia, tardó cuatro años en ser escrito, La Jeune Parque, tal el título, significó un insólito acontecimiento en medio del torbellino de las vanguardias. Podría uno tentarse y definirlo regreso al orden, continuidad y superación del simbolismo, sí, pero desde el ángulo de Mallarmé, siempre difícil, nunca del todo aceptado. Este hombrecito, de ojos azules, fumador sin remedio, delgado y de finos modales, lanzó al mar convulsionado de su tiempo (pensemos en Dadá) un grupo de poemas simbolistas y, sin embargo, fue llamado a colaborar con Littérature, órgano de la vanguardia. Incluso el nombre de la revista fue sugerida por el propio Valéry, haciendo referencia al término desdeñado por Verlaine y, de ese modo, revalorizar el resto. El hasta entonces casi desconocido, secreto, al mismo tiempo que figura en publicaciones de los grupos de avanzada, ese que pensaba al revés de Gide, que si lo forzaban a escribir se suicidaría, es celebrado, coronado con laureles, llevado a la Academia, condecorado con la Legión de Honor. Todo esto no lo hizo variar un ápice, siguió escribiendo a cuentagotas, con extremo rigor, con frecuencia atendiendo sólo a encargos. Así, de no haber mediado una solicitud de la revista Architecture, jamás hubiese escrito Eupalinos; si The Athenaeum no le hubiese pedido un texto jamás hubiese terminado uno de sus mejores ensayos, La crisis del espíritu. Es más, estos encargos tenían un límite que Valéry cumplió sin protestar: 15.800 palabras el primero, 2.000 el segundo.

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